Los orígenes de la filosofía medieval


La filosofía medieval Los orígenes de la filosofía medieval El pensamiento medieval occidental se caracteriza por la impronta de la religión cristiana, lo que ha llevado a considerar que durante esta época no hubo auténtica filosofía, dada la centralidad y la dependencia de las especulaciones racionales en relación con la teología. Veremos más adelante si es posible hablar de una ‘filosofía cristiana’ como tal.


El cristianismo se presenta en occidente, como una religión, hacia el siglo II de nuestra era (si bien como movimiento religioso es anterior, por esta época comienzan a darse los desarrollos doctrinales). Se funda en textos considerados sagrados, reunidos en la Biblia, que llevan un mensaje de salvación transmitido de diversas maneras por Dios a los hombres. Los cristianos fueron perseguidos hasta que en el 313 el emperador romano Constantino establece por medio de un edicto la libertad de religión dentro del Imperio y, más adelante, en el 380, el emperador Teodosio declara al cristianismo como la religión oficial del Imperio romano. Es entonces por motivos fundamentalmente políticos que esta doctrina tendrá el monopolio del saber hasta por lo menos el siglo XV.

En su interés por constituir un dominio propio en el ámbito del saber, al elaborar una doctrina en defensa de la propia fe, el cristianismo se vio llevado a discutir con las concepciones filosóficas contemporáneas. Esto se produce en 7 un contexto de hostilidad, previo al edicto de tolerancia, que sufría tanto por parte del ámbito político (rechazar los cultos tradicionales de la religión romana, que formaban parte de los deberes públicos, implicaba una afrenta a las autoridades imperiales), como por sectores sociales y del ámbito de la cultura. En este sentido, los primeros autores cristianos interesados en hacer de esta religión incipiente una doctrina teológica, los llamados ‘apologistas’, tomaron distintas actitudes respecto de la filosofía pagana: algunos la rechazaron, otros la asimilaron. Sus escritos suelen estar dirigidos a los emperadores o al senado romano, frente a quienes denuncian la injusticia de las persecuciones, o a l os representantes de la tradición cultural de corte panteísta, ante los cuales confrontan e  intentan defenderse de las acusaciones de superstición, inmoralidad y ‘rusticidad intelectual’. El cristianismo comienza a tener cada vez más adeptos provenientes de todas las clases sociales, lo que hace que hallemos entre estos apologistas personajes de sólida formación filosófica, que una vez ‘convertidos’ ponen su bagaje cultural al servicio de la consolidación de esta nueva religión.

Veamos qué sucede con la filosofía por esta época. Podemos caracterizar este momento como un período de crisis de los grandes sistemas filosóficos de la Antigüedad (siendo los principales el platonismo y el aristotelismo conformado por los seguidores de Platón y Aristóteles respectivamente, así como el estoicismo), en el cual se destaca el espíritu de búsqueda de puntos de coincidencia, y en donde adquieren mayor preponderancia las temáticas éticas y religiosas con relación a cuestiones tales como la naturaleza divina, la providencia de Dios, el destino del alma humana y la salvación del hombre en unión con la divinidad. Las principales y ya clásicas escuelas filosóficas buscan encontrarse para tales fines, pero predomina principalmente el platonismo. En este contexto, son pensadores cristianos un poco posteriores a los primeros apologistas quienes definitivamente dan los pasos iniciales hacia lo que podríamos llamar una ‘filosofía cristiana’, al presentar con mayor sistematicidad a su religión como la mejor filosofía. Ahora bien: si entendemos que la filosofía surge cuando los griegos emanciparon de los relatos míticos las explicaciones sobre el hombre y la naturaleza, a partir del ejercicio de la razón: ¿cómo es 8 posible compatibilizar el mensaje de salvación cristiano con el fenómeno griego de la filosofía, siendo aquél tan ajeno a la mentalidad griega?

Según Pierre Hadot, la filosofía se instaura en la Antigüedad no sólo como discurso racional con pretensiones de verdad, que aborda cuestiones relacionadas al hombre, la naturaleza y lo divino, sino que también se trata de un modo de v ida: vivir de acuerdo con la sabiduría –recordemos que el significado etimológico del término original griego φιλοσοφία (philosophia), es amor por la sabiduría-. En este sentido, para el autor, el cristianismo en sus comienzos hereda y asimila este doble aspecto de la filosofía, al presentarse como discurso y como modo de v ida, ya que pretende alcanzar una vida conforme a la sabiduría o logos. La diferencia con la filosofía griega es que a la base de es ta sabiduría se encuentra la verdad revelada: Jesucristo es la Palabra o Logos Verdadero encarnado. Vivir conforme a la verdad, es entonces vivir conforme a Cristo. Agustín (354-430) se refiere explícitamente a es te vínculo entre el cristianismo y la filosofía:

¿Puede el paganismo producir una filosofía mejor que nuestra filosofía cristiana, la única verdadera, si por ‘filosofía’ entendemos la búsqueda y el amor a la sabiduría? (Agustín, 1985: IV, 14)

Sus textos, de llamativa profundidad especulativa y de gran peso en los siglos venideros, revelan bien por qué se lo ha visto como el ‘primer filósofo medieval’ (aunque aún estemos en la Antigüedad Tardía), por lo que nos detendremos un poco en este autor.

Agustín
Agustín y el platonismo

Después de un largo y variado itinerario intelectual por diversas escuelas filosóficas, siempre marcado por la búsqueda de la verdad, Agustín encuentra en el cristianismo esa verdad anhelada y con ella el reaseguro de la felicidad – otra de sus grandes inquietudes-.  

Al adoptar como modelo filosófico el platonismo, inaugura con ello una tradición en la filosofía medieval que permanecerá vigente hasta el siglo XIII, cuando el aristotelismo irrumpa en el occidente latino. Ahora bien: ¿qué afinidades encuentra este autor en la filosofía platónica que tanto lo ha deslumbrado?

Platón (filósofo griego del siglo V antes de nuestra era) había postulado que además de la realidad sensible existe un ámbito trascendente, separado, que es el de las Ideas o Formas. A diferencia del ámbito sensible, al que pertenecen las cosas mutables, perecederas, contingentes y por tanto imperfectas, el ámbito de las Ideas es el ámbito de lo que no cambia, de lo eterno y necesario. Las realidades ‘inteligibles’, estas Ideas inmutables, son el modelo o arquetipo de las cosas sensibles, y entre ambas hay una compleja relación de participación. En esto consiste el dualismo platónico, también presente en s u concepción antropológica. Originariamente, las almas preexistían en el ámbito trascendente contemplando las Ideas y luego se vieron presas en un cuerpo sensible, del que deben desligarse para no perder de vista lo que les es propio; deben ‘purificarse’ para recuperar así su estado original. Platón sostiene que las almas son inmortales, por lo que a l momento de la muerte del hombre, el cuerpo perece y el alma sigue su curso (ya sea en nuevos cuerpos, o retornando a su estado puro original). Desde esta concepción, podríamos definir entonces al hombre como un alma prisionera en un cuerpo. De aquí la doctrina platónica del conocimiento como reminiscencia: conocer es recordar, ya que el verdadero conocimiento es el de lo inmutable, conocimiento que las almas tuvieron pero ‘olvidaron’ al descender a este mundo. De esta forma queda configurada una jerarquía de lo real que afecta todos los órdenes: antropológico (el alma es superior al cuerpo), gnoseológico (el conocimiento verdadero es el de lo inteligible, al que accedemos por la razón, mientras que el conocimiento que nos provee la experiencia sensible es inferior), metafísico (las cosas del mundo sensible tienen realidad por participar del mundo inteligible; tienen como una ‘realidad derivada’).

Una de las cosas que más impacta a Agustín del platonismo es la posibilidad de que toda la realidad dependa de un tipo de entidad inteligible, no material, que identifica con Dios. Siguiendo las escrituras y su interpretación por parte de 10 la tradición católica hasta ese momento, que afirma la unitrinidad de Dios (tres personas que son un único Dios), Agustín identifica el mundo platónico de las ideas con la segunda persona del Dios trino, el Verbo o Logos. En este esquema, Dios crea al mundo y al hombre a partir de la nada por un acto de bondad, tomando como modelo de la creación los arquetipos eternos que permanecen en sí mismo –en Dios mismo-, en la persona del Logos. Agustín mantiene el dualismo que vimos en Platón: todas las cosas deben su ser, su existencia, al principio creador que es el ser por excelencia, Dios. Pero no es el mismo tipo de ser: uno es trascendente, infinito, eterno, omnipotente (Dios); el otro es finito, temporal, limitado (lo creado). La creación no fue azarosa ni por capricho: ya vimos que se sigue un modelo, hay un plan divino, lo que le da a la creación un sentido. Así, cada ente creado tiene una esencia que le es propia, y podríamos decir que su ser consiste en ‘cumplir’ esa esencia en el mundo. Para Agustín, la relación que liga al ser de lo creado con el ser divino, es de participación -vemos aquí resonancias platónicas-. Pero el hombre no es un ente más entre las cosas creadas: no participa de la idea, sino que es imagen. El haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios implica que, a diferencia de las demás creaturas, existe en él una presencia efectiva de la divinidad –sin que haya identificación entre Dios y el hombre, como una ‘deificación’ humana-. El recorrido descripto por Agustín en el que descubre la presencia de lo trascedente en el interior de s u alma, es un aporte fundamental en la construcción del sujeto. Veamos de qué se trata.

Del conocimiento de sí al conocimiento de Dios

Dijimos que la mayor preocupación de Agustín es dar con la verdad, verdad que encontró en la fe en el Dios cristiano. Y si bien hace suya aquella frase bíblica ‘creo para entender’, no se queda simplemente con el dato de fe, sino que parte de él para luego indagar racionalmente y comprenderlo (aclaremos que sin la fe, no sería posible para Agustín ningún tipo de conocimiento). Así, en un capítulo de la obra Confesiones, pide a su razón conocer la naturaleza de aquello que ya tiene y ama (Dios). Primero indaga en el mundo exterior y se da cuenta de que no es posible hallar a Dios en las cosas. Es entonces cuando vuelve a su interior, se pregunta quién es y se dice: soy un hombre, un cuerpo y un alma, hombre exterior y hombre interior. Y allí, en el alma, que reconoce como rectora y superior frente al cuerpo, descubre los ‘vastos palacios de la memoria’: en la profundidad de su espíritu, encuentra múltiples vivencias pasadas, recuerdos, ciertos conocimientos que toman la forma de recuerdos, y proyecciones futuras –a las que también llama memoria-. Entonces descubre algo que atraviesa todas las vivencias, la ‘memoria de sí’:

(…) topo también conmigo mismo, y me acuerdo de lo que hice, cuándo y dónde lo hice, y cómo me sentía entonces. Allí están todas las cosas que recuerdo haber experimentado o creído (…). En ese contexto del pasado, también aparecen las acciones, eventos y esperanzas del futuro, en las que medito una y otra vez como si fueran presentes. (Agustín, 1985: Libro X, VIII, c. 14)

 ¡Grande es el poder de la memoria! Tiene no sé qué que espanta, Dios mío, en su profunda e infinita complejidad. Y esto es el espíritu, y esto soy yo mismo”. (Agustín, 1985: Libro X, XVII, c. 26)

Es importante señalar que aquí el término ‘memoria’ es asimilable en cierto sentido a la ‘conciencia’; por lo que este ‘acordarse de sí’ no es otra cosa que tener conciencia del sí mismo, del yo. Ahora bien: este yo no aparece como contenido de una vivencia específica, sino que Agustín lo descubre como una especie de hilo que atraviesa todas las vivencias pasadas, presentes y futuras construidas por una sola alma; es el polo unificador que totaliza las experiencias como principio de identidad. Se ha visto en este punto un antecedente del cogito cartesiano (no por nada los propios contemporáneos de Descartes le señalaron que su descubrimiento de la absoluta certeza de la propia existencia tenía semejanza con razonamientos agustinianos). Podemos citar otras obras de Agustín, que presentan ciertas similitudes con el texto de Descartes: Si me equivoco, soy. El que no existe no puede equivocarse (Agustín, 1985: Libro XI, c. 26) o:

Todas las mentes se conocen a sí mismas con certidumbre absoluta. Han dudado los hombres si la facultad de vivir, recordar, entender, querer, pensar, saber y juzgar provenía del aire, del fuego, del cerebro, de la sangre, de los átomos… Sin embargo, ¿quién duda que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y juzga?; puesto que si duda, vive (…) si duda, piensa. (Agustín, 1985: Libro X, c. 10)

Cuando analicen el artículo sobre Descartes, podrán comparar con mayores herramientas la diferencia entre ambos abordajes. Por ahora, volvamos al objetivo de Agustín, que no es ciertamente el conocerse a sí mismo, sino la búsqueda de Dios –recorrido que lo lleva, entre otras cosas, a encontrarse con el yo-. Regresemos a los insondables ‘palacios de la memoria’. Entre muchas nociones, encuentra también la ‘idea de bienaventuranza’ como el deseo de una vida feliz duradera, eterna. Pero la auténtica felicidad no puede ser sino el goce que produce la verdad, que es Dios. Agustín ve este deseo presente en todos los hombres –todos desean ser felices-, y lo toma como una prueba de la presencia de Dios en e l hombre. Llegamos finalmente a ver los tres movimientos característicos del proceder agustiniano: un primer momento hacia fuera, el exterior; un segundo momento interior, donde el alma vuelve sobre sí misma pero no para quedarse allí, sino para trascenderse hacia Dios como tercer momento. Esta es la única forma para el autor de acceder a lo trascendente: ni desde el derredor ni por fuera de sí, sino a partir de uno mismo, esto es, a partir del espíritu (aunque conocer a Dios tampoco depende absolutamente de nuestra voluntad, sino que se requiere de la iluminación divina, pero esta ya es otra cuestión).
El ocaso del Imperio y el agustinismo político

Uno de los hechos que marca la historia occidental es la caída del Imperio romano de Occidente (hito generalmente utilizado para delimitar en la historia el fin de ‘Edad Antigua’ y el inicio de la ‘Edad Media’). Hacia el final de la vida de Agustín tienen lugar las invasiones germánicas, y muchos asocian la crisis a la que se ve sometida la unidad imperial con la expansión del culto cristiano. En una de sus últimas obras, Ciudad de Dios, Agustín afirma que Roma cae por sus propios vicios: ella, y no la religión cristiana, es la única responsable de su  propia decadencia. El autor presenta a la humanidad como una unidad hija de Adán, que camina hacia el final del los tiempos. Aparece descripta así una concepción lineal de la historia, encaminada hacia un fin escatológico: aquellos hombres que han dirigido su voluntad hacia Dios, el Bien Supremo, obtendrán la salvación y con ello la felicidad eterna, mientras aquellos que han dirigido su voluntad hacia los bienes inferiores obtendrán su condena, también por toda la eternidad. Para referirse a estos dos planos en los que el hombre puede inscribir su vida, sus acciones, Agustín habla de los primeros como los pertenecientes a la ciudad de Dios y de los segundos como pertenecientes a la ciudad del diablo. Si bien el propio autor aclara que esta ‘ciudad de Dios’ no debe confundirse con la institución de la Iglesia y la ‘ciudad del diablo’ con las instituciones políticas temporales, así fue leído en el Medioevo, dando con ello lugar a una visión en donde la Iglesia como poder intemporal debía dominar al poder temporal, terrestre


Filosofía y Educación: Perspectivas y Propuestas 
Carmen Romano Rodríguez, Jorge A. Fernández Pérez



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